martes, 4 de noviembre de 2008

Gente como uno

Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION, 4 marzo de 2000


HIGHLAND PARK, N. Jersey.- MILLONES de personas suponen que la vida del suburbio en los Estados Unidos es como la que se describe en American Beauty o en los estereotipos de The Truman Show : por fuera un paraíso de casas espaciosas con jardines siempre verdes y por dentro un infierno de odios domésticos y de sueños frustrados. Se parece a eso, pero a veces la realidad es menos novelesca y otras veces es más atroz. Aunque el cine ha desplegado esos mitos con mayor insistencia, la literatura y el teatro los habían descubierto antes, a través de Babbitt , la despiadada sátira que Sinclair Lewis publicó en 1922 de los cuentos en los que Francis Scott Fitzgerald describió los espejismos provincianos durante la década del 20 y del desolador retrato de la vaciedad de una vida que trazó Arthur Miller en La muerte de un viajant e (1949).

¿Cómo establecer los límites entre la compleja realidad y lo que imaginan las novelas? Desde hace diez años vivo en un suburbio de Nueva York y aún no termino de entender algunas cosas que pasan. De vez en cuando, los fines de semana, me reúno a comparar experiencias con amigos de la universidad donde trabajo, y rara vez nos ponemos de acuerdo. Hace poco, uno de ellos citó Picture Windows ("Ventanales" o "Amplias ventanas"), el libro que acaban de publicar Rosalyn Baxandall y Elizabeth Ewen, dos profesoras de cultura americana en Old Westbur. En la introducción, las autoras refutan el prejuicio con que empezaron su trabajo: "Al principio, ni siquiera imaginábamos que había una historia del suburbio. Imaginábamos que el suburbio era un estado anestesiado de la mente, un no lugar dominado por el conformismo y el afán de consumo".

Obesos solitarios
El suburbio es mucho más que eso. Los seres humanos tendemos a simplificar los datos de la realidad y a decidir que las primeras impresiones son las definitivas. Una periodista italiana me visitó meses atrás en Highland Park y la llevé a dar unas vueltas por este pueblo de doce mil habitantes en el que hay, como ya he contado alguna vez, diez sinagogas, seis iglesias de diversos credos protestantes y un templo católico. Le sorprendió que en la calle principal, entre agencias de viaje, farmacias y pizzerías, hubiera nueve refulgentes negocios dedicados exclusivamente al arreglo de uñas, aparte de las seis o siete peluquerías, que tienen su propio batallón de manicuras. Le sorprendió más aún que todos esos negocios estuvieran repletos, con gente que llevaba horas esperando.

Al mediodía fuimos a comer una hamburguesa a un restaurante de paso. La chica que nos atendió tenía unas vistosas uñas de cinco centímetros de largo, adornadas por arabescos en tres colores. Movía los dedos con la destreza de una araña y más de una vez, mientras envolvía las hamburguesas, creí que las uñas iban a deshacérsele. En las mesas, varias parejas de obesos devoraban aros de cebollas fritos y alas de pollo enharinadas. Los obesos eran mayoría en el restaurante y también en las calles del pueblo por las que caminamos después de almorzar y en las que me crucé con varios vecinos. Algunos de ellos me saludaron cortésmente y la periodista me preguntó cómo los había conocido. Le dije que sus hijos iban a la misma escuela de mi hija y que muchas amistades del pueblo se establecían a través de los encuentros en los templos o en la escuela.

Poco después, cuando leí su reportaje, me sorprendió que esos escuálidos datos le hubieran permitido armar una escenografía completa: "El suburbio de los Estados Unidos -escribió- se parece al que describen las películas de Hollywood. La vida sedentaria y las comidas rápidas están creando una población de obesos solitarios que matan el tiempo dejándose crecer las uñas y pintándolas con extravagancia".

Verdades a medias
Hay algo de verdad en esa simplificación, pero toda verdad a medias suele crear más equívocos que las mentiras. Si la periodista italiana hubiera tenido tiempo, habríamos paseado por cualquiera de los dos parques del pueblo, donde la gente trota o camina desde las siete de la mañana hasta el anochecer en cualquier estación del año y no se ve ni un solo obeso. En las grandes ciudades, la práctica del deporte tiene casi siempre fines estéticos: el cuerpo es algo que se muestra. En los suburbios, el deporte tiene que ver con la salud: el cuerpo es algo que se cuida. Otra diferencia esencial son los lugares de encuentro: la ciudad es, toda ella, un sitio de cruces, una plaza virtual. En los suburbios hay que buscarse, porque los barrios residenciales no tienen un centro y porque es inevitable desplazarse en auto. Así, los centros comerciales remotos, los cines de veinte salas y los templos sustituyen la vida de la calle. Eso establece límites claros para las relaciones humanas: para encontrarse, la gente tiene que fijar citas, hacer acuerdos. El azar está excluido casi por completo de la vida cotidiana.

Baxandall y Ewen han determinado en su libro que el suburbio norteamericano se remonta a fines de la década de 1910, cuando algunas familias pudientes se mudaron a Long Island porque sentían que sus lugares de residencia estaban siendo invadidos por inmigrantes pobres. Pero, como la vida del suburbio era más barata y socialmente menos exigente que la de las ciudades, los inmigrantes y los pobres también terminaron desplazándose hacia allí. Casi no hay suburbio ahora en el que un cinturón negro o hispano no esté creciendo a la sombra -y al servicio- de las grandes mansiones.

El suburbio es más barato, más seguro, pero también es infinitamente más monótono. A las diez de la noche ya no hay nada que hacer y no quedan restaurantes abiertos: sólo algunos bares que cierran a la una de la madrugada. Esa monotonía abre un vasto espacio a la imaginación y también al infortunio. Los matrimonios devorados por el tedio sueñan con vidas mejores y con amores menos convencionales. Cualquier violación de la rutina es mejor que la trivial realidad. La ventaja de American Beauty sobre las otras descripciones del suburbio es que descubre todo lo que las apariencias están reprimiendo.

Más patético es todavía el destino de los viejos que deciden confinarse en profusas clínicas suburbanas. A las nueve de la mañana los recoge un ómnibus municipal, que los lleva a dar vueltas por las calles y se detiene, a las nueve y cuarto, en alguno de los supermercados. Los viejos recorren afanosos las estanterías, eligen con cautela una manzana, un paquete de galletas, algún tomate -no por avaricia o pobreza, sino por hacer algo- , y a eso de las once, tras pasar por el correo y por la farmacia, regresan a sus mecedoras y a sus bingos hasta que cae la noche.

La felicidad es difícil en todas partes, pero en los suburbios de los Estados Unidos es un milagro cotidiano. American Beauty demuestra que ese milagro es casi siempre un espejismo, una meta imposible.